EL ÁRBOL DE NAVIDAD


Estamos en esa época del año en la que, entre otras cosas, gran parte de los balcones y casas de nuestras calles, barrios y ciudades se llenan de luces y demás adornos navideños que pueden ir desde un simple arbolito a las más pintorescas atracciones de luces que podamos imaginar. Sin embargo, tal cosa no ocurre en otros tantos hogares, sea por el motivo que sea.

Como cada año, en navidades, paseo con mi perro bajo muchos de esos balcones, la mayoría de los cuales conozco porque llevo cuarenta años viviendo en este barrio y me sé la mayoría de las historias que hay detrás, buenas y, por desgracia malas. Hay lugares por los que hace tiempo que la Navidad no se celebra, hogares que lanzaron sus adornos navideños para nunca más volver o regalaron sus juegos de luces a familias que sabrían que sí las iban a utilizar. Al principio de mi calle hay una casa que durante estas fechas apenas muestra signos de vida y quienes viven en ella recuerdan al hijo fallecido en un accidente cuando iba a dejar a su novia en el pueblo en el que vivía. Un balcón con flores marchitas donde la mujer que las regaba perdió hace años a su marido, que era la única familia que le quedaba. Otro en el que todavía luchan contra una dura enfermedad y unos bajos donde ya no se toca música porque los hijos no se hablan con sus padres.

Esta noche iba a ser una como tantas otras en las que salgo a pasear con Cooper hasta que a mitad de nuestro recorrido me he detenido delante de uno de esos balcones, uno de esos donde hace tiempo la Navidad pasaba de largo, y he observado que alguien había colocado un pequeño árbol de navidad de no más de dos palmos. Está sobre una vieja y pequeña mesa de madera, adornado únicamente con una estrella de Navidad pero con montones de diminutas luces de colores que salen de cada una de sus ramas. Sabía del cierto que hacía años que nadie adornaba ese balcón, así que no he podido evitar detenerme, sonreír y, para que engañaros, dejar que se me escapase alguna que otra lágrima.

Recuerdo el año pasado, cuando murió mi madre, lo difícil que fue colocar los adornos de Navidad por toda la casa. No se trataba de hacerme el fuerte o, por cojones, pasar estos días lo mejor posible. Lo hice porque quiero vivir, y es lo que ella hubiera querido y porque las etapas en la vida pueden ser más o menos duras, pero no me gusta detenerme en mi camino, simplemente es que… no me da la gana. Me niego a dejar que la tristeza me consuma. Eso no me convierte en nada, ni me hace mejor o peor, cada uno lo lleva a su manera y eso es lo que debemos comprender. Este año me faltará mi mejor amigo, y lo echaré mucho de menos, pero he vuelto a decorar la casa y, de hecho, he comprado más adornos. Me ha recordado todas las Navidades que pasamos juntos y, aunque he llorado un montón, me ha quedado la paz de saber que esos días se lo pasaba en grande viendo cómo abríamos regalos y como le caían unas chuches súperjugosas.

Así pues, cuando hoy he visto ese árbol he pensado en el gran esfuerzo que ha supuesto para esas personas, en cómo han decidido “continuar” en esta nueva etapa y pase lo que pase. Podemos disfrutar estos días de diferente forma o no hacerlo, respetando las tradiciones y los gustos de cada uno, pero antes de meternos con los de los demás tenemos que pararnos a pensar que detrás de cada adorno y de cada luz de Navidad hay una historia que no conocemos. Celebrad las fiestas o no las celebréis, porque al fin y al cabo es algo que haréis de puertas para adentro, para vosotros mismos. Yo seguiré, como cada año, observando todas esas casas y balcones deseando que alguno, en algún momento, me vuelva a sonsacar una sonrisa.

 


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